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The Opalińskis, our neighbours to the right, didn’t have a coffee grinder. Not many of the people in the immediate vicinity – among those with whom, in view of our class distinction, we maintained social relations – had a coffee grinder of their own. I had seen coffee grinders left behind by the Germans at my auntie’s house in Prudnik – she had a very fine one hanging up there, so antiquated that it simply screamed uselessness. Other things were ground in it, or nothing at all. It was white ceramic, with the word Kaffee in blue, as if made to look like Meissen china; frequently replaced, the metal parts had blackened a bit with age, so it looked like the one and only memento of another world, unknown and coated in the dust of obscurity. It could really only be used to grind time and distant memories. But the neighbours to the right had no old German grinder, nor an electrical one from East Germany, or even one of the hand-cranked kind made in communist Poland or the USSR. If they drank coffee, which occasionally they did, they always bought it pre-ground, and then, like everyone else, poured boiling water over it in a glass. Until instant coffee granules appeared, the result of this method was a residue of black grounds at the bottom of the glass, which were sometimes used to tell the future, or else thrown into flower pots, as apparently they guaranteed rapid growth and greater consciousness for the plants.

[…]

Balconies! There were dozens of them hanging over the precipice and the city, rising above the lawns and paths of the green space beneath the block. Spending time on them combined the nightmare anxiety brought on by the danger of a dizzying height and the excitement prompted by an attractive view with a sense of flight, a feeling of being free to take off into the great blue yonder. Spending time on them gave you a taste of the liberty of the birds that perched on the windowsills, the dozens of windowsills that rose storey after storey, floor after floor, higher and higher. I used to have dreams about walking down the balconies, like a staircase drawn by Piranesi, but after going down to start with, imperceptibly and then quite openly I’d go up, into the sky, to a dizzying height, where every step meant the risk of falling. It felt as if you could step across from one balcony to another, on gangways and footbridges, balancing perilously over the abyss. On torrid days at the end of the summer holidays, whole families lived and lounged on their balconies, pressing their bellies together like a herd of walruses. The view from the top balcony stretched as far as the Opawskie Mountains and Moravia. On a clear day, first of all, beyond wave after wave of roofs and the blue-black strip of the woods, you could see the dust factory in Chorula, the coking plant in Zdzieszowice, the buildings of the Great Chemical Synthesis in Kędzierzyn manufacturing urea and also the artificial smell of vanilla in the form of esters and melamine. Beyond were the Prudnik grain silos, a brightly-coloured river named the Gold Stream, into which were poured chemical pigments from the dyeworks, then some shaggy sheep standing in the tall grass in Mosczczanka behind Aunt Malwina’s house, a barn, and the trees growing on the roof of the ruined manor house in Prężynka, next the duckweed-coated green-and-brown bathing lake at Pokrzywna. In the distance loomed Biskupia Kopa, Annaberg and some other peaks. Then beyond them you could see the Czech town of Jičín, sharply outlined and distinctly pale blue, and the local forest where the animated cartoon character Rumcajs the robber and his wife Manka lived, while beyond the ribbon of the Danube lay Lake Balaton and the surrounding camp grounds, with smoke rising here and there above them, from under cauldrons of goulash stewing over the bonfire; later, when the air was as limpid as cut glass, in the final days of May, Yugoslavia appeared in the distance, full of handsome taxi drivers, the emerald sea foaming with dancing tuna fish, and finally, if you strained your eyes the right way, the great Sahara Desert. Golden Libya and its Rabta chemical plant, with its tinplate glittering, built by Polish engineers as an export, where medicines were produced for the long-term president Muammar Gaddafi, including a special one named “sarin”, administered to patients in warheads carried by mid-range rockets and missiles. Oh, the pure and simple sights of our happy childhood! […] Those who spat from the balcony only succeeded in hitting someone on the head by way of exception, but you could always hit the neighbour on the floor below, just as he leaned out of his own balcony to admire the view of St Anne Mountain. In this particular regard we occupied the most privileged position, and the most exalted – above us we had the roof, and after that there was nobody who could spit on us, except for the pigeons on the roof, and except for the heavens, from which one of the gods might spit, or a comrade cosmonaut from one of the Soviet space missions.

Translated by Antonia Lloyd-Jones

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LADRONES DE BOMBILLAS

Los vecinos de la derecha,  el matrimonio Opalinski, no tenían molinillo de café. De entre las personas más próximas, eran muy pocos aquellos con quienes teníamos amistad –debido a las diferencias de clase– y que además tuvieran su propio molinillo de café. Vi molinillos de café dejados por los alemanes en Prudnik, en casa de mi tía: en concreto, había uno, muy bonito y arcaico, que destacaba por su inutilidad. Molía otra cosa o no molía nada. Era blanco, de cerámica, con la inscripción azul celeste “Kaffee”, como si hubiera sido fabricado siguiendo el modelo en porcelana de Meissen (con las partes metálicas, repetidamente restauradas, ya un poco ennegrecidas por la edad), parecía ser el único recuerdo de otro mundo, desconocido y cubierto por el polvo de la oscuridad. Seguramente sólo servía para moler el tiempo y los recuerdos de los días pasados. Los vecinos de la derecha, sin embargo, no tenían ningún molinillo de herencia alemana ni ninguno, eléctrico, de la Alemania del Este; ni siquiera ninguno de los molinos de manivela fabricados en la Polonia comunista o en la URSS. Si tomaban café, lo cual acontecía con cierta frecuencia, siempre lo compraban ya molido. Y luego lo vertían, como todo el mundo, en un vaso de agua caliente. Hasta la llegada del café instantáneo granulado, ese vertido dejaba posos negros en el fondo del vaso, que a veces se utilizaban para adivinar el futuro. Otras veces se arrojaban a las macetas, pues se decía que le garantizaban a las plantas un rápido crecimiento y una mayor conciencia.

¡Balcones! Decenas de ellos colgaban por encima del precipicio y de la ciudad, planeando sobre la hierba y las avenidas que formaban las zonas verdes por debajo del bloque. Pasar el tiempo en ellos combinaba la ansiedad insomne con el peligro de las alturas vertiginosas, la excitación de la atractiva vista con una sensación de vuelo, de la libertad de flotar y elevarse sobre los cielos. Pasar el tiempo en ellos tenía algo de la libertad de la vida de los pájaros que se posan sobre los alféizares, decenas de alféizares que se elevaban por niveles sucesivos, por pisos sucesivos, cada vez más altos. Yo solía tener sueños de ese tipo: que descendía por los balcones como por una escalera de Piranesi. Si bien al principio descendía, primero de forma imperceptible y luego abiertamente, ascendía después hacia arriba, hacia el cielo, hasta una altura vertiginosa, donde cada paso amenazaba con hacerme caer. Parecía que a veces se podía ir de uno a otro por pasarelas y pasarelas, balanceándose peligrosamente sobre el precipicio. En los tórridos días del final de las vacaciones, familias enteras vivían y holgazaneaban en los balcones, agarrados unos a otros como una manada de morsas. La vista desde el más alto de ellos alcanzaba las montañas de Opava y Moravia. En los días soleados, se podía ver la fábrica de polvo de Chorula, la coquería de Zdzieszowice, los edificios de la Gran Síntesis Química de Kędzierzyn, que producía urea, y el olor artificial de vainilla en forma de ésteres y melamina. Más lejos estaban los silos de grano de Prudnik, el colorido río llamado Złoty Potok, en el que se vertían los pigmentos químicos de la fábrica de tintes; luego las ovejas greñudas erguidas sobre la hierba alta de Moszczanka, detrás de la casa de la tía Malwinka, el granero y los árboles que crecían en el tejado del palacio en ruinas de Prężynka, y después la zona de baño de Pokrzywna, cubierta de líquenes y de color verde pardo. A lo lejos se divisaban el Biskupia Kopa, el Annaberg y otros picos. A sus espaldas se divisaba el azul pálido de Jičín y del bosque Żacholecka, donde Rumcajs^[1] vivía con su esposa Hanka, y más allá la cinta del Danubio, el lago Balaton y los campings salpicados a su alrededor, por encima de los cuales, se elevaban por doquier los humos de los calderos de goulash cocinándose al fuego. Y más tarde, cuando el aire era claro como el cristal, en los últimos días de mayo, se divisaba Yugoslavia llena de apuestos taxistas, con la mar color esmeralda, espumosa por el baile de los atunes. Finalmente,  cuando uno forzaba bien la vista, se avistaba a lo lejos el gran desierto arenoso del Sahara. La dorada Libia con sus relucientes plantas químicas de chapa de zinc en Rabta, construidas por la buena mano de los ingenieros polacos para la exportación, donde se producían medicinas para el longevo presidente Muamar el Gadafi, una en particular llamada «sarín», aplicada a los pacientes en ojivas transportadas por cohetes de medio alcance así como por obuses de la artillería.

¡Oh, puros paisajes de la dulce infancia! (…) Al escupir desde los balcones rara vez conseguía dar a alguien en la cabeza, aunque siempre era posible salpicar al vecino de abajo, que por casualidad se asomaba a su balcón para admirar la vista al monte Santa Ana. En este sentido, ocupábamos la posición más privilegiada y elevada: por encima de nosotros estaba el tejado, y entonces no había nadie que pudiera escupirnos, dejando aparte las palomas que lo habitaban y el propio cielo, desde el que podía escupir cualquiera de los dioses o cualquier camarada astronauta de una de las expediciones espaciales soviéticas.

^[1] Personaje literario, protagonista de un ciclo de novelas de Václav Čtvrtek y de una serie de animación checoslovaca para niños dirigida por Ladislav Čapek bajo el título Rumcajs el salteador de caminos (O loupežníku Rumcajsovi, N. de la t).

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Traducción: Amelia Serraller Calvo