Crime fiction
Anna Kańtoch
The Retreat

The author masterfully ratchets up tension in a psychological thriller about disability and family secrets

Crime fiction
Anna Kańtoch
The Retreat

The author masterfully ratchets up tension in a psychological thriller about disability and family secrets

(For excerpt in Spanish, please, scroll down)

I sensed, more than heard, someone approaching. Light, childlike steps, a change in the surroundings, as if the air right around me had suddenly grown denser, taken on weight and shape. A panting breath at the height of my belt indicated that it actually was a child.

“Your wife told me to give you a message.” The voice belonged to a little boy, though I wouldn’t bet my life on it. It could have been a girl too.

“My wife? The woman who was with me?”

“No, a different one. She said she’ll wait tomorrow morning in the ruins of the church in Krzywina.”

The child disappeared, and I kept breathing slowly and calmly, doing my best not to panic. I couldn’t let myself do that. Not here and not now.

Another wife. She’ll be waiting in the morning in the ruins of a church.

My earlier faith that Julia was really Julia must have had all the staying power of a house of cards, because it had collapsed, as if the Big Bad Wolf had blown it down. Poof, gone. In a single moment I threw out all of Piotr’s reasonable arguments. Even the name on her ID didn’t persuade me anymore: the woman who was living with me could be using Julianna Potocka’s documents if she looked even a little bit like her.

But the real Julia had been hiding all this time and now was trying to contact me.

“Everything all right?”

I jumped nervously when the voice of Julia Two sounded right in my ear.

“Yes,” I assured her hurriedly, hoping that my nervousness would be chalked up to the new situation. My first time out after a long time in the house, unknown people around, an approaching storm.

“From upstairs I saw you talking to some kid.”

“Yeah, the boy had found ten złotys and was asking if it was mine. I told him I had no idea, but he could keep it and buy himself some ice cream.”

“What a do-gooder you are,” she teased. “Now come on, it’s about to start pouring.”

[…]

The ruins of the church are three hundred, maybe four hundred metres from the Retreat, past the border of the neighbouring village. Since I managed to climb up to Gromnik, that’s a distance I can handle. Not a problem.

The cars, though, are a problem. On the route to Krzywina there aren’t many of them – it’s an ordinary country road, not some traffic-laden highway, and most of the drivers follow the rules. But some of them don’t give a damn, as I know all too well, and I wouldn’t even be able to jump out of the way. If I heard the roar of a running engine behind me, I’d stop, frozen with fear like a rabbit seeing a shotgun aimed at it. Or the opposite – panicked, I’d start flailing around pointlessly, and end up falling under the wheels of the approaching car.

No, going to this meeting on foot was definitely out. I’d have to ask someone for a ride. Piotr? Aneta? They’d all be sure to ask lots of questions I had no desire to answer. And I’m not sure if Julia One would like someone else seeing our little rendezvous.

There was only one solution left: call a taxi. The Strzelin taxi company had a relatively simple phone number, that much I remembered. 316 516 716 or something like that.

With a little bit of luck, sooner or later I’d hit on the right combination of numbers.

[…]

The stone isn’t far from the entrance, where the vestibule used to be. I knew that if I walked along the wall I should find it. So I turned around and shambled along with my arms stretched out, placing my feet carefully. The walls of the church still stood, but the ceiling was gone, so inside, besides the ubiquitous creeping ivy and the grass, a few young saplings had also sprouted up. Alders and beeches, I reminded myself, when my fingers reached smooth, cool bark. That’s what Ala was saying. To me a tree is a tree, I can describe at length how much the slender trunks resemble columns holding up a nonexistent ceiling, but distinguishing one species from another is beyond me.

I tripped when something leapt out from under my feet, a fox, maybe an ordinary vole. Luckily I managed to keep my balance. Damn. I hadn’t even gone five steps and I was as sweaty as if I’d run a half-marathon. A car drove down the road with its windows open. They must have been open because for a few seconds I heard the thumping of disco polo music as clearly as if someone had put the speaker up to my ear. My right leg was weakening, now I was mainly carrying the weight of my body on the left, yet I knew that if I didn’t find that damned stone soon, I’d have to sit down on the ground.

Suddenly my foot touched something I thought was a bag full of trash. A large object that gave way under the pressure of my shoe. A sweetish whiff floated in the air that I associated with the stench of leftovers rotting in the heat. It wasn’t very unpleasant, not yet, for now it just sparked a little anxiety, something like a scratching inside my skull. I should have known, right? I, who’d written so many crime novels. But I didn’t. I only realised when I bent down to move aside the object blocking my way, and my fingers touched a human face.

I started to scream.

 

Translated by Sean Gasper Bye

***

SOLITARIOS

Sentí, más que escuché, que alguien se acercaba. Pasos ligeros, infantiles, un cambio en la atmósfera, como si el aire justo delante de mí se volviera de repente más denso, pesado y adquiriese forma. Una respiración entrecortada a la altura de mi cintura me reveló que se trataba de un niño.

—Su esposa me dejó un mensaje para usted. La voz pertenecía a un niño pequeño, aunque no pondría la mano en el fuego. También podría haber sido una niña.
—¿Mi mujer? ¿La que estaba conmigo?
—No, otra. Dijo que estaría esperándole mañana por la mañana junto a las ruinas de la iglesia de Krzywina.
El niño desapareció y respiré lenta y tranquilamente, intentando no entrar en pánico. No podía permitírmelo. No allí y menos en aquel momento.
Otra esposa. Estaría esperando por la mañana junto a las ruinas de la iglesia.
Mi fe anterior en que Julia era realmente Julia… duró lo que dura un castillo de naipes, porque se había derrumbado como si la hubiera volado de un soplo un lobo furioso. Puff… y desapareció. En un instante eché por tierra todos los sensatos argumentos que me había proporcionado Piotrek. Ni siquiera el nombre en el documento de identidad me convencía ya: la mujer que vivía conmigo podía usar la documentación de Julianna Potocka. Bastaba con que guardase cierto parecido con ella.
Y mientras, la verdadera Julia se había ocultado todo este tiempo y ahora estaba intentando ponerse en contacto conmigo.
—¿Todo bien?
De puro nervio di un respingo cuando la voz de Julia Dos sonó justo junto a mi oído.
—Sí —me apresuré a asegurar, esperando que mi nerviosismo se debiera a lo insólito de la situación. Lo primero, salir después haber estado encerrado en casa mucho tiempo; la gente desconocida alrededor, una tormenta inminente …
—Vi por encima que estabas hablando con un chico.
—Sí, el chaval encontró diez eslotis y me preguntó si eran míos. Le dije que no tenía ni idea, pero que podía quedárselos y comprarse un helado.
—Eres todo un mecenas —se mofó—. Y ahora ven, que va a empezar a diluviar.

[…]

Las ruinas de la iglesia se encuentran a trescientos, quizá cuatrocientos metros de Samotnia, ya dentro de la zona del pueblo vecino. Si fui capaz de subir a Gromnik, también podré recorrer esa distancia. Eso no supone ningún problema.
El problema, en cambio, son los coches. No hay muchos coches de camino a Krzywina: no es una autopista con mucho tráfico, sino una carretera rural, y la mayoría de los conductores respetan las normas. Pero a algunos todo eso les importa un bledo, lo sé muy bien, y yo ahora ni siquiera podría apartarme al arcén. Si oyese detrás de mí el rugido de un motor en marcha, me detendría, paralizado de miedo como un conejo al ver que un rifle lo apunta. O al revés,
presa del pánico, empezaría a dar bandazos sin sentido, y probablemente caería bajo las ruedas de algún coche que se aproximase de frente, en dirección contraria.
No, la idea de ir andando a la reunión queda definitivamente descartada. Tengo que pedirle a alguien que me lleve. ¿A Piotrek? ¿A Aneta? Sin duda, cualquiera de ellos me hará un montón de preguntas a las que no tengo ganas de contestar. Y no sé si Julia Uno quiere que alguien más sepa de nuestro pequeño rendez-vous.
Sólo me queda una opción: llamar a un taxi. La compañía Strzelińska tiene un número relativamente sencillo, que creo recordar: el 316 516 716 o similar. Con un poco de suerte, tarde o temprano daré con la combinación correcta de cifras.

[…]

La piedra se encuentra cerca de la entrada, donde antes había una especie de porche. Sabía que si caminaba a lo largo de los muros, me encontraría con ella. Así que me di la vuelta y me arrastré con los brazos extendidos, teniendo mucho cuidado en donde ponía los pies. Las paredes de la iglesia estaban todavía intactas, pero faltaba el techo, así que en el interior, aparte de la ubicua hiedra y la hierba, había unos cuantos árboles jóvenes. Alisos y hayas, me recordé a mí mismo, mientras pasaba los dedos por la corteza lisa y fresca. Eso es lo que había dicho Ala. Para mí, un árbol no es más que un árbol; podría seguir describiendo durante mucho tiempo hasta qué punto los esbeltos troncos parecen columnas que sostienen un techo inexistente. Y sin embargo, distinguir una especie de otra es algo que me sobrepasa.
Tropecé cuando algo saltó bajo mis piernas: un zorro, tal vez un topillo común. Afortunadamente, conseguí mantener el equilibrio.
Maldita sea. Aún no había caminado cinco pasos y ya estaba sudado como si hubiese corrido una maratón. Pasó por la carretera un coche con las ventanillas abiertas. Tenían que estar abiertas, porque pude oír el retumbar de la música disco polo durante unos segundos, tan claramente como si alguien hubiera puesto un altavoz en mi oído. Mi pierna derecha se debilitaba, mi peso descansaba ahora principalmente sobre la izquierda, pero sabía que si no acertaba en ese momento con la maldita piedra, tendría que sentarme en el suelo. De repente mi pie tocó algo que reconocí como una bolsa llena de basura. Un objeto grande que se doblaba bajo la presión de mi zapato. Había un olor dulzón en el aire, que asocié con el hedor de las sobras de una cena descomponiéndose por el calor.
No era muy desagradable, aún no, de momento sólo despertaba una ligera inquietud, similar a un raspado por el interior del cráneo. Debería reconocerlo, ¿verdad? Yo, que he escrito tantas novelas negras.
Pero no lo reconocía. Tan sólo me di cuenta cuando me agaché para mover un objeto que obstruía el paso, y mis dedos tocaron un rostro humano.
Y me puse a gritar.

Traducción: Amelia Serraller Calvo

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