Andrzej Stasiuk The River of Childhood
Extract, pp 51-54
See to your own country. You’re a Pole, and your obligations are Polish. If you must go to the east, where nothing good has ever come from, then take yourself off to the river Bug, for example. Go before it’s too late. Go before the Russkies get there again. The Russkies are nice people until they put on uniforms. But whatever. There’s an old Chinese proverb that says “Good iron doesn’t make nails; good men don’t make soldiers”.
So I’m going, before it’s too late. To floodplains and marshes. To dark bays where centenarian catfish lurk without moving, waiting for their prey. To muddy slopes right by the water, to forgotten crofts where ferrymen once lived. To sacred spots where horse thieves herded stolen animals to drive them across the river on moonless nights. In the shadow of an old Orthodox convent on a high bluff. On the flat, opposite bank one could pitch camp, light a bonfire at night and listen for the sound of the black mares gleaming with water as they overcame the current. Just like on the Selenga or the Yenisei. Except that there visions of childhood don’t come to haunt you when you’re half asleep. And if they do, it’s from very far away. Watered down by space and distance, a bit like a mirage somewhere in between Isatay and Zhanbay. But here, in the land of childhood, they’re as concentrated as present time, or maybe even more so. So you’ll drive into the mud or onto knolls coated in dry grass to listen in the gloom to the Ukrainian disco on the other side. The sound will be carried from very far away and it won’t be at all loud. Like the voice of a night bird, and when it eventually stops, you’ll miss it. At dawn you’ll open your tent, heavy with dew, to watch as the blurred landscape, low shreds of mist, and wet, dark greenery slowly gather up the golden glow of sunrise.
And that’s what I did. A little puffy and sleepy, I watched the daily miracle of creation. At the edge of a thicket stood an elk. Large and immobile. As if he too were waiting for the sun to bring him to life. It was so quiet that I could hear raindrops falling from the leaves. Nobody was expecting war. Only supernatural light had risen from the other side of the river. I wasn’t expecting it either. At least not right now. I was expecting the sun and the birds. Cranes and wild geese, because autumn was gradually approaching. All those things, bodies and beings that outlive us because we’re not on their level in any way. Neither in beauty, or wisdom, or selflessness of existence. I was reminded that out on the steppe I’ve sometimes found human bones. Skulls gone as white as stones. The wind would be chasing the clouds whose shadows had been touching those remains since God knows when. For centuries, possibly millennia. They would brush them lightly and leave them in peace. I couldn’t resist picking up some bits of skull to shake the sand from the eye sockets, and then gently put them back in place. I know I shouldn’t have done it, but I was stupider than the wind and the clouds. I was human. Somewhere near the Flaming Cliffs, near Bayanzag, or somewhere else, further north. What’s the difference? I put them back with the thought that it would be all right to die beneath the empty, indifferent sky among the shadows cast by the clouds. And for wild animals to come along. Wolves, bears and wolverines. And for vultures to fly down that probably wouldn’t fly away again. But are there enough animals to bury all the humans? Surely not. So let them lie in their graves, convinced their remains are of any value at all. Or the memory of them. Let them lie side by side, packed into gloomy ghettoes in the suburbs. Where not so much as the shadows of clouds can touch them.
Translated by Antonia Lloyd-Jones
***
Andrzej Stasiuk, El río de la infancia
Tuvá. Cumpleaños
Dedícate a tu propio país. Eres polaco y te debes a Polonia. Si tienes que ir a ese este, de donde nunca ha salido nada bueno, entonces viaja por el cauce del Bug, por ejemplo. Ve mientras no sea demasiado tarde. Ve antes de que vuelvan los malditos rusos. Los rusos son gente agradable… cuando no van de uniforme. En fin, ya lo dice un viejo proverbio chino: «igual que con el mejor hierro no se fabrican clavos, tampoco con gente agradable, soldados».
Iré entonces antes de que sea demasiado tarde. A las lagunas y los pantanos. A las bahías oscuras donde siluros centenarios esperan inmóviles su botín. A descensos fangosos por el agua misma, a los caseríos abandonados, morada de transportistas. A las zonas boscosas donde, de noche, los ladrones de caballos reunían a los animales robados para cruzar el río en una noche sin luna. A la sombra del antiguo monasterio ortodoxo femenino, en la cima del acantilado. En la otra orilla hay una llanura donde se puede acampar, encender una hoguera por la noche y escuchar cómo las yeguas negras y relucientes remontan la corriente. Justo como en el río Selengá o el Yeniséi. Sólo que allí, cuando dormitas, no te acechan los fantasmas de la infancia. Y, si te visitan, vienen de muy lejos. Diluidos por el espacio y la distancia, un poco como una fatamorgana en algún lugar entre Isatay y Zhanbay[1]. Pero aquí, en el país de la infancia, los fantasmas son tan densos como el presente, o quizá más todavía. Te adentrarás entonces en el barro y las colinas cubiertas de hierba seca, para escuchar en la penumbra la música disco ucraniana de la otra orilla. Se propagará desde muy lejos y será casi inaudible. Como una voz más de un ave nocturna. Cuando finalmente se haga el silencio, la echarás de menos. Al amanecer abrirás tu tienda, pesada por el rocío. Y contemplarás el paisaje difuso, los jirones de una niebla baja y la vegetación oscura y húmeda apoderándose lentamente del resplandor dorado del este.
Y así fue. Levemente hinchado y somnoliento, admiré el milagro cotidiano de la creación. Al borde de los matorrales se erguía un alce, grande e inmóvil. Creo que esperaba también a que el sol lo reviviese. Había tanto silencio que oí caer las gotas de las hojas. Nadie miraba aún con hostilidad: sólo una luz sobrenatural emergía de aquel lado. Y yo tampoco miré. Al menos no directamente. Admiré el sol y los pájaros. Las grullas y los gansos salvajes, pues lentamente se acercaba el otoño. Todas esas cosas, cuerpos y seres que nos sobreviven, porque no estamos a su altura. Ni en belleza, ni en sabiduría, ni en el desapego por la existencia. Recordé que antaño encontraba a veces huesos humanos en la estepa. Cráneos blanquecinos como piedras. El viento perseguía a las nubes, cuyas sombras pudieron acariciar esos restos durante Dios sabe cuánto tiempo. Durante siglos, o tal vez milenios. Los rozaban ligeramente y los dejaban en paz. No pude resistirme y levanté los cráneos para sacudirles la arena de las cuencas de los ojos. Luego los coloqué con delicadeza en su sitio. Sé que no debí hacerlo, pero al fin y al cabo yo era más necio que el viento y las nubes: era humano. En algún lugar, cerca de los Acantilados en Llamas, cerca de Bayanzag[2], o en algún otro paraje más al norte, ¿qué importa? Mientras dejaba los cráneos, pensé que sería bueno morir bajo un cielo vacío e indiferente, entre las sombras que proyectan las nubes. Y que acudieran animales salvajes: lobos, osos y glotones. Y aparecieran los buitres, que no volarían hacia ninguna otra parte. Pero, ¿hay suficientes animales para enterrarnos a todos? Seguramente no. Dejemos que las personas yazcan en sus tumbas, convencidas de que sus restos tienen algún valor. O incluso la memoria que dejan. Que yazcan apretujadas las unas contra las otras, en lúgubres guetos a las afueras de las ciudades. Sin que las sombras de las nubes les rocen siquiera.
Traducción: Amelia Serraller Calvo
[1] En Kazajistán, lugar de deportación de muchos polacos, desde los prisioneros de los Levantamientos de noviembre de 1830 y de enero de 1863, hasta las deportaciones estalinistas de finales de los años 30 (unos 250.000 polacos de la diáspora), o la ocupación soviética de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial, con otros 150.000 polacos deportados a tierras kazajas. (N. de la t.)
[2] Región emplazada en pleno del Desierto del Gobi (Mongolia), formada por un grupo de acantilados de arenisca. En 1922, el paleontólogo norteamericano Roy Chapman descubrió aquí el yacimiento de fósiles de dinosaurios más importante del mundo. (N. de la t.)
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