Literary novel
Marcin Pilis
The Multiplicity of Things

The mathematics of emotion in perfect linguistic form

Literary novel
Marcin Pilis
The Multiplicity of Things

The mathematics of emotion in perfect linguistic form

(For excerpt in Spanish, please, scroll down)

Just After New Year’s, Middle of the Day, Probably Tuesday

 

The bestowal of dates has to do with arithmetic. I cast the net of mathematics around all that surrounds me, thanks to which it all seems warmer. The coldness of the uncounted world cedes place to the warmth of a world reckoned in sums, or nearly so. I count the seconds, minutes and hours; I calculate my distance from the car in front of me; instinctively, I count up the number of people in a crowd, and less instinctively the amount of funds in my account. Before, I could luxuriate in the number of television channels available to me in the packet I’d signed up for; today, I reckon up the imaginary fields of my gigantic steppe and translate it into volume, adjusted to several hundredths of a point.

 

Every day is for me an unending, interior counting. I must count in order to stay alive, or at the very least, if I didn’t count, my life wouldn’t even be half so consciously experienced. Everything that I experience is expressed in number, and my mind laboriously counts up each fragment of passing time, while my body counts itself, subtracting, with each passing moment, from what remains of the sum of heartbeats allotted to it.

 

I count because I must count.

 

I was counting then, too.

 

On my way home, disappointed and full of an inner discord on account of her absence, an old, old thought came back to me from the days when as a youth I sought understanding in the logic of squared and cubed powers, in that staggering accretion of greatness, which never ends, and leads us in our meditation on their nature to the limits of acceptance.

 

I went along at a slow pace, embittered, incapacitated. So she didn’t come, though she promised to. I hadn’t seen her for some twenty-thousand seconds. She didn’t come. And how many seconds separated me now from the next time I’d see her? A million? That’s acceptable. That’s only twelve days. Not even. That’s only ten seconds raised to the sixth power. That’s bearable, though it sounds unnerving. But what if a billion – ten seconds to the ninth power – 11,574 days, in other words: thirty-one years? What if more? If ever?

 

I dragged myself into my flat, resigned, counting the passing seconds in ever slimmer values: seconds into milliseconds, milliseconds into nanoseconds. And once more I reckoned them up in greater units, although I felt an inner resistance to consider the number of days that would pass before I’d see Marta again. What difference does it make? A second or a day. A day or a week.

 

The infinite series of natural numbers as an infinite series of dates. Somewhere in those dates are primary numbers, the golden grains of my life, the golden grains of my Marta, of me and Marta, of both of us together. Us in our memories, recorded in time as if for eternity, which dies along with us.

 

The day when Marta didn’t show up at our rendezvous I have marked with a date, the clear golden grain of a primary number.

 

She didn’t show up, but she must have remembered not to show up. Her attention, or a fraction thereof, took the rendezvous into consideration. Perhaps she had been thinking it over from early morning, to show up, or not to show up, and if so – why and do I really want to, maybe it was a mere caprice, maybe it was just a fleeting whim.

 

Her consciousness of not showing up was for me an equal sign, such as you find in the consecutive lines of an unending equation. It was the equality between the moment in which Marta decided not to show up and the moment of my lonely waiting on the bench. The right and left sides of the equal sign can always be flipped; one can transform the values on each side so that they appear to be distinct, and yet despite it all they still constitute an equality.

 

For equations are the patterns of the complexity of being, and the relationship or dependence of the symbols on each side is the unending multiplicity of the things that make up our whole world.

 

The moment of her taking the decision not to show up was one side of the equation, and my conscious waiting on her – the other. This was an ideal equality, a reciprocity of relations of the highest level. A network of relationships, imperatives and contingencies which fit the world out in appearances that are easiest for us to accept – that was the result of the equation, or perhaps the equation was the result of the activity of the network, who knows.

 

Marta knew perfectly well that I was waiting, that I was to be found in the agreed-upon location. In her mind, there must have arisen the image of me waiting. The moments I spent there on the bench, she spent in some surroundings inaccessible to me at the time, with the bench before her mind’s eye (as we had spent some time on it together previously). She must have known that I was rooted there in expectation, nervous, as each minute or second passed by at its ever-regular tempo, and maybe that my thoughts were stumbling about drunken, as it were – lurching forward and falling backward, enkindling emotions full of contradiction: from anxiety through anger to silent resignation.

 

Translated by Charles S. Kraszewski

***

LA MULTITUD DE LAS COSAS

Poco después de año nuevo, mediodía, seguramente un martes

Poner fechas a las cosas implica hacer cálculos. Impongo a lo que me rodea una vestimenta matemática gracias a la que me parece que todo es más cálido. La frialdad del mundo incontable cede ante el calor del mundo encerrado en números o en aproximaciones de éstos. Cuento los segundos, los minutos, las horas, calculo la distancia con el coche que me precede, cuento instintivamente la gente en la multitud y menos instintivamente cuento el dinero de mi cuenta; antes gozaba contando el número de canales de televisión de que disponía, hoy cuento los campos imaginarios de mi gran estepa y luego los paso a medidas de volumen y hago el cálculo con algunos decimales.

Cada día es un cálculo ininterrumpido en mi interior. Tengo que contar, si no, no podría vivir, o al menos no viviría mi vida tan conscientemente como lo hago, ni siquiera en su mitad. Todas mis experiencias se manifiestan en cifras y mi mente me calcula pesadamente en cada fracción de tiempo, y el cuerpo se calcula a sí mismo, restando cada momento que pasa el número de palpitaciones que tiene previstas.

Calculo porque debo calcular.

Por aquel entonces también calculaba.

Volviendo a casa, decepcionado, totalmente discorde en mi interior con su ausencia, redescubrí mis pensamientos de antaño, cuando buscaba de joven comprensión en la lógica de las potencias, en ese vertiginoso aumento de las magnitudes que nunca se acaba y que nos conduce, al meditar acerca de su naturaleza, hasta los límites de la aceptación.

Caminaba con paso lento, amargado, paralizado. Así que no vino, aunque lo había prometido. No la había visto desde hacía casi doscientos mil segundos. No vino. ¿Cuántos segundos me separan del momento en que volveré a verla? ¿Un millón? Eso es aceptable, son apenas doce días. Son sólo 106 segundos, puedo aguantar, aunque suene inquietante. ¿Y si son mil millones, 109 segundos, 11574 días, 31 años? ¿Y sí es más aún? ¿Y si es nunca?

Llegué a duras penas a casa, resignado, calculando el tiempo en medidas cada vez menores: de segundos a milisegundos, de milisegundos a nanosegundos. De ahí volvía a pasar a medidas superiores, aunque sentía una oposición interna a pensar en cuántos días tardaría en ver a Marta. ¿Qué diferencia hay? Segundos y días. Días y semanas.

Una interminable serie de números naturales, como una interminable serie de fechas. En algún lugar de estas fechas había números primos, semillas doradas de mi vida, semillas doradas de mi Marta, de mí y Marta, de nosotros dos juntos. Nosotros en nuestras memorias, inscritos en el tiempo como para una eternidad que muere junto con nosotros.

El día en que Marta no acudió a nuestra cita lo tengo marcado como fecha, como la inequívoca semilla dorada de un número primo.

No apareció, pero debió acordarse de no aparecer. Su atención, o parte de su atención, tomaba en cuenta la cita. Quizá ya desde por la mañana había estado pensando en si vendría o no, y en caso de que sí, para qué y en si realmente es lo que quería, porque a lo mejor era sólo un capricho, un antojo pasajero.

Su consciente no venir era para mí un signo de igual, como en las líneas sucesivas de una ecuación interminable. Era un igual entre el momento en el que Marta decidió no venir y el momento de mi espera solitaria sentado en el banco. Uno siempre puede intercambiar el lado derecho con el izquierdo de una ecuación, o transformar los valores de ambas partes para que parezcan diferentes, pero a pesar de ello sigan constituyendo una igualdad.

Y es que las ecuaciones son modelo de la complejidad de los entes, y las relaciones entre los símbolos de ambas partes son la infinita multitud de las cosas de todo nuestro mundo.

El momento en que tomó la decisión de no venir era una parte de la ecuación, mientras que mi consciente espera, la otra. Era una igualdad ideal, una reciprocidad de relaciones al más alto nivel. La red de interconexiones, necesidades y accidentes que adornan el mundo con un vestido que podemos captar mejor, o que sencillamente podemos captar de cualquier manera, es el resultado de una ecuación, o quizá la ecuación era el resultado de la actuación de la red, ¡quién sabe!

Marta sabía perfectamente que estaba esperando, que me encontraba en el lugar de la cita. En su imaginación debió aparecer una imagen de mí esperando. Los momentos que pasé sentado en el banco, ella los pasó en un entorno propio, inaccesible entonces para mí. Debía saber que yo seguía allí tenso, nervioso; mientras los minutos y segundos transcurrían cadenciosos, mis pensamientos deambulaban como borrachos. Avanzaban o retrocedían despertando unos sentimientos llenos de contradicciones: de la zozobra a la ira, pasando por una sosegada resignación.

***

Traducción: Higinio J. Paterna Sánchez

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Klementyna Suchanow
Andrzej Franaszek
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