Kajetan Szokalski Mistletosis

I awoke suddenly from my nap. I sat up on the edge of the bed, throwing off the duvet and chasing away the last warm recollection of my slumbers. My head was unusually heavy and my tongue bone dry. I glanced through the window: it was already dark so I must have slept longer than I thought. I got up, yawned and padded to the toilet. I partly opened the door to the bedroom which creaked unpleasantly: and I froze. Something wasn’t right. Led on by a growing anxiety, I tried to turn on the light in the corridor. I extended a hand beyond the threshold and pressed the switch on the wall to the left. Nothing.

“Damn,” I growled under my breath.

As an experiment, I found the switch in the bedroom and turned it on. The result was the same – nothing.

I swallowed and poked my head out from the bedroom. I knew the arrangement of the house by heart, which anyway wasn’t that complicated. The bathroom was opposite. To the left, four paces from me, was the door to the courtyard. Turning right, I had to take ten paces in order to reach the junction of the living room and the kitchen. Fourteen paces meant I would reach the door leading on to the veranda. The entire eighteen paces of the corridor were bathed in impenetrable darkness – the only light was the harsh blue luminescence of a Chłodziwo screen.

I gently closed the door to the bedroom, as though every unexpected sound might stir up the darkness. It was the first time I’d felt strange in that house…

The hinges creaked, briefly, sharply, and then I felt somebody’s presence right behind me. I cried out and turned around suddenly, but there was no one there. I had the impression I heard the pattering of feet on the floor, but worked hard to convince myself it was only an auditory illusion and that I was hyping myself up because of the unusual situation. I took two steps towards the kitchen, trying to regain my composure. And then I froze again, and my lower limbs, which a moment before had been so boldly obedient, now became stuck to the floor and began to shake like jelly.

By the glow of the mysterious luminescence pouring profusely from the kitchen, but still in the thick semi-darkness of the corridor, I saw two bare feet.

At first, I was utterly paralysed, but I forced myself to raise my eyes. I expected to see some eyes, but the darkness kind of condensed, flew in from the entire house and wouldn’t let me see through. Then came a horrifying whistle that acted like a fog horn – the darkness was diffused and all the lights in the house suddenly came on. I cowered, covered my ears because of the sound and when I finally plucked up the courage to open my eyes saw that I was lying on the floor in a foetal position. There was no one in the corridor apart from me.

“What the hell…?” I muttered to myself. I pinched my arm so hard I hissed. It hurt, so I wasn’t asleep.

I leapt to my feet and at once tried the doors. They were locked. I ran all over the house, but it was empty. I returned to the living room and sat down on the edge of the sofa, trembling all over.

The vector rang with a high-pitched jingle, informing me that somebody was trying to call me. I started, not at all expecting a telephone call. I went over to the vector and answered it. My mater was calling.

Translated by David French

***

El mal del muérdago (Jemiolec)

Me desperté de golpe de la cabezadita. Me senté en el borde de la cama, tiré el edredón y ahuyenté el último recuerdo cálido del sueño. Tenía la cabeza inusualmente pesada y la lengua seca como una estaca. Miré por la ventana: había oscurecido, estaba claro que había dormido más de lo que pensaba. Me levanté, bostecé y troté hacia el baño. Abrí un poco la puerta de la habitación, que chirrió desagradablemente, y me quedé helado. Algo iba mal. Presa de una creciente inquietud, intenté encender la luz del pasillo. Saqué la mano fuera y pulsé el interruptor en la pared de la izquierda. Nada.

—Maldita sea — gruñí en voz baja.

Para probar, busqué el interruptor del dormitorio y lo presioné. El resultado fue idéntico, es decir, nada.

Tragué saliva y me asomé fuera del dormitorio. Ya conocía de memoria la distribución del piso (no muy complicada, por otra parte). Enfrente estaba el cuarto de baño. A la izquierda, a unos cuatro pasos de mí, estaba la puerta que daba al patio. Al salir a la derecha, tenía que dar diez pasos para llegar a la intersección del salón y la cocina. Catorce pasos me garantizaban llegar a la salida que daba al porche. Los dieciocho pasos del pasillo estaban inundados de una oscuridad impenetrable: sólo desde la cocina se filtraba el potente resplandor azul de la pantalla del frigorífico.

Cerré la habitación suavemente tras de mí, como si cualquier sonido inesperado pudiera rasgar aquella oscuridad. Por primera vez, sentí una sensación de extrañeza en esta casa…

Las bisagras crujieron breve, bruscamente, y entonces sentí la presencia de alguien, justo detrás de mí. Grité, me volví rápidamente, pero no había nadie. Tuve la impresión de oír pisotones en el suelo, pero me dije enérgicamente que no era más que una alucinación auditiva, que empezaba a desvariar por esta situación insólita. Di dos pasos hacia la cocina, intentando recuperar mi equilibrio. Y entonces me quedé paralizado por segunda vez, y las extremidades inferiores, que tan valientemente me habían hecho caso hacía un momento, se clavaron ahora en el suelo y empezaron a temblar como la gelatina.

A la luz del misterioso resplandor que manaba profusamente de la cocina, pero aún en la densa penumbra del pasillo, vi dos pies descalzos.

Me quedé completamente helado, pero me obligué a levantar la mirada. Esperaba ver los ojos de alguien, pero la oscuridad parecía condensarse, descendiendo desde todo el piso e impidiendo el acceso de mi mirada. De repente, se oyó un estridente silbido que actuó como una sirena en la niebla: la oscuridad se disipó, todas las luces del piso se encendieron de golpe. Me encogí, me tapé los oídos para no oír el sonido y, cuando por fin me atreví a abrir los ojos, descubrí que estaba tumbado en el suelo en posición embrionaria. En el pasillo no había nadie más que yo.

—¿Qué diantre…? — murmuré para mis adentros. Me pellizqué el hombro y siseé. Me dolió, estaba despierto.

Me puse en pie, comprobé primero las puertas. Estaban cerradas. Recorrí toda la casa, pero estaba vacía. Volví al salón y me senté en el borde del sofá, completamente aturdido.

Vector sonó con un timbre chillón, informándome de que alguien intentaba llamarme. Me sobresalté, porque no esperaba ninguna llamada. Me acerqué a Vector y descolgué. Era mi madre.

Traducción: Elżbieta Bortkiewicz