A veces pienso ¿qué le importo yo a esta tierra? ¿Qué sabe de mí? ¿Sabe al menos que estoy aquí?
A veces pienso ¿qué le importo yo a esta tierra? ¿Qué sabe de mí? ¿Sabe al menos que estoy aquí?
¿Sabe al menos cuánto me la he pateado? Quién sabe si no he dado toda la vuelta al mundo si contara todos los pasos que he hecho. O a lo mejor hasta el otro mundo, y sigo aún andando. Por los caballones, por los surcos, por las rodadas, por las rastrojeras, bajo la lluvia, bajo un frío glacial, bajo un sol abrasador, todo un suplicio, en primavera, en verano, en otoño, tras la guadaña, tras el arado. ¿Y para qué?
Y aparte de eso, ¿sabe hasta qué punto he llegado a discutir por ella, hasta cuánto he odiado? Uno incluso se puede extrañar de sí mismo por acumular tanto odio. ¿Es que ya había llegado al mundo con ese odio? Y ese odio ¿se convirtió después en la tierra?
En cualquier caso, antes de nacer yo, padre ya tenía una disputa legal con los Prażuch por los ribazos. No creía en ninguna justicia terrenal, pero una vez volvió del campo fuera de sí y dijo:
—Haya o no justicia, hay que enviar a los juzgados a ese bandido de Prażuch, porque la tierra ya no lo va a poder soportar.
Y se trataba otra vez de que Prażuch había rastrojado el ribazo. Y allí empezó todo. Ahora padre denunciaba a Prażuch, ahora Prażuch denunciaba a padre, y así se iban alternando dependiendo de cuál de las tierras ya no aguantaba más. Aquello duró años, porque los juzgados no ponían tanto celo para solucionarlo de buenas a primeras, y claro los jueces también tienen que vivir de algo. O a lo mejor era que no se podía juzgar quién tenía la razón. Ni tan siquiera Dios lo habría podido hacer. Porque cuando se trata de la tierra, no hay inocentes y culpables, sólo perjudicados. Y en los juzgados, como se sabe, todo lo medían con la misma vara, inocentes y culpables, pero no era esa la vara. Además, los juzgados hacían la suya, mientras que padre y Prażuch ya se tomaban la justicia por su cuenta. Y lo que Prażuch había arado en primavera, después lo araba padre en otoño, y medio caballón más para compensar que se le había perjudicado. Para que no piense ese bribón que ya no iba a tener ningún castigo.
Hasta que un día, después de uno de tantos juicios que tampoco había decidido nada, Prażuch y padre se encontraron en el campo. Padre estaba rastrillando en su parte, y Prażuch estaba estercolando la suya. Y aquel va y le dice a padre que si vende aquella parte de tierra para pagar los juicios, que él se la compraría. Y padre le contestó que ni se lo pensara, porque si no lo solucionaban los juzgados, lo haría Dios, pero que al final se haría justicia y finalmente, bribón, tú te morirás. Entre ellos se armó una gran discusión, se podía oír desde lejos, era como si dos pueblos juntos, dos fincas, o el cielo y la tierra estuvieran discutiéndose. Quien estaba en el campo levantaba la espalda, paraba el arado o el rastrillo, se quedaba un momento así y miraba dónde se estaban discutiendo de esa manera. Y ellos seguían discutiéndose hasta que todas las alondras se fueron volando. Incluso aquel cielo, que hasta aquel momento había sido muy claro, empezó a encapotarse y a lo lejos empezó a relampaguear.
Al final, padre no pudo aguantar más, se fue corriendo donde Prażuch y le pegó un latigazo. Prażuch, sin pensárselo dos veces, le empujó con la horquilla. Padre cayó al suelo, le salía sangre, y Prażuch estaba encima de él, se apoyó en su horquilla y le dijo burlándose:
—Venga, maldito bastardo, dime quién la va a diñar ahora. ¿De qué parte está la justicia?
Y padre, aunque estaba a punto de desmayarse, aún le pudo amenazar:
—Espérate tú, cuatrero, a que mi Szymek crezca.
Y así, cuando yo crecí, ya no tenía otra salida. Una vez yo estaba arando en ese mismo campo, y en el suyo Prażuch estaba sembrando trigo. Unas cornejas vinieron a los dos campos, y claro, las cornejas empezaron a picotear. De repente, el viejo se agachó, cogió un terrón de tierra y lo lanzó, parece ser que a las cornejas que habían ido a su campo. Pero las mías también se asustaron. Eso me puso furioso porque me gusta que las cornejas me sigan cuando estoy arando. Paré el caballo y le grité:
—¡Deja esas cornejas, maldito viejo! ¡Asústalas en tu campo, pero ni se te ocurra acercarte al mío!
Pero él, no sólo no dejó de tirar terrones sino que además empezó a dar graznidos, ¡cra, cra, cra!
Me fui hacia él corriendo, le pegué un puñetazo en la cara, cayó en redondo, el grano se le vertió de la bolsa, y cuando estaba en el suelo aún le pegué una patada.
—Venga, ¿y ahora de qué lado está la justicia? —le dije. Después aré aún la mitad del campo, y él seguía allí sin poderse levantar, tan sólo gemía y me insultaba. Llegaron a decir que le había partido la crisma porque se pasó en la cama hasta la primavera.
Traducción: Xavier Farré
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